Memorias de selva y sangre
¿Qué dónde estoy? A pesar del tiempo que llevo aquí no logro discernir si me encuentro en el cielo o en una dantesca puerta del infierno. Aquí las nubes se ven más grandes y resaltan su blancura en el azul del cielo; flotan en el aire y mutan su forma original, expandiéndose como si fuesen las últimas pinceladas que el artista coloca sobre la tela: oleo blanco. Pincel. Roce de finas cerdas. Nada…
Una
Nueva
Nube
Pasea tranquila
Por el lienzo
Azul
Así se ve al cielo cuando me recuesto sobre la hierba y mi cara da al cielo, al infinito. Sólo son tres minutos, quizá cinco y me parecen eternos. Me levanto cuando me gana la melancolía. Sí, en el preciso momento en que el aire, con sabor a ocote, se hace nudo en mí la garganta ahí donde se siente el espasmo del llanto.
Los pájaros suelen cantar muy a gusto por aquí, nunca había escuchado tantos trinos reunidos en un solo lugar. A ellos les gusta hacer nido en las altas copas de los árboles y revolotean de rama en rama. Algunos bajan y picotean el suelo, imagino que buscan probar bocado.
Para ellos es tan fácil vivir. Entre la maleza pasan desapercibido y, a la menor señal de peligro, emprenden el vuelo a cualquier parte que les brinde seguridad. Con el grupo que acampa aquí son indiferentes porque ya se acostumbraron a nosotros; caminan como si cualquier cosa, toman un poco de tortillas, picotean el húmedo pasto, dan pequeños saltos y vuelven a subir.
Algunos troncos, que han sido derrumbados por lluvias históricas, los usamos para construir barricadas y descansar. Ver árboles tan altos, longevos y fuertes, me hace recordar lo efímeros y frágiles que somos nosotros los humanos. Como testigos mudos, los árboles de copas generosas nos prohíjan con su follaje mientras presencian la comedia humana de fraternidad y desprecio; valor y desalme; amor y recelo. Desde su altura solemne, nos miran.
En la espesura de la maleza aprendí que cada amanecer es una nueva oportunidad para vivir; pero que también, cada mañana que el sol ilumina de oro con perlas de rocío los retoños más tiernos que crecen sobre la hierba, puede ser el último. Saber esto no me hace sentir aprehensión, todo lo contrario: el café con tortillas duras acaricia mi alma y los Delicados, que está por acabarse, tiene un encanto especial cuando, después de cada bocanada, inhalo el fresco olor de la selva. Sin duda, estos pequeños detalles hacen más soportable la angustia que invade al grupo.
Decidimos quedarnos en esta parte de la montaña porque es de difícil acceso, incluso para el Ejército. A pesar de sus helicópteros, los árboles frondosos les dificultan la visibilidad y las tanquetas no pueden subir hasta aquí arriba. Es necesario hacerlo a pie, pero ellos no conocen el lugar. Nosotros, en cambio, tenemos la ventaja del local. Pero la tropa no se confía, los Federales están haciendo mucho de su parte para encontrar éste y muchos otros campamentos y, gracias al radio de onda larga, sabemos que día a día están más cerca. Por eso la disciplina es excesiva. La menor distracción puede costarnos la vida.
E L L O S, los guerrilleros, se afianzan de sus armas al menor movimiento de ramas o crujir de hojarasca muerta. Nosotros tenemos las cámaras con rollo y cinta para grabar hasta el detalle más pequeño, siempre atentos a la orden del general González, un tzontzil correoso de piernas ágiles y voz de mando que dejó el campo para unirse a la guerrilla.
Llegué a Chiapas con Armando, mi amigo camarógrafo, con el entusiasmo del niño que por primera vez conociera el mar. Sabíamos que la revuelta militar era muy sólida y que podía influir hasta el tuétano de la política mexica. Hacía tres años que había caído el Muro de Berlín; pero acá, en la selva, la efervescencia de la guerrilla bullía. Él ya era un veterano del fotoperiodismo: fue corresponsal en la Guerra del Golfo durante un mes y en Iraq conoció a Robert Mckenzie, fotógrafo independiente y director de documentales que llegó desde Londres.
Me lo presentó en el aeropuerto y le extendí la mano a aquel hombre que cubría su rapada cabeza con un paliacate y se acariciaba la barba de cuatro días como si fuera un tic nervioso. Los tres nos dirigimos a San Cristóbal de las Casas, donde se estaban concentrando muchos medios de información para cubrir lo que parecía ser una manifestación. Justo llegamos un 30 de diciembre; noté que no pasaba nada, aunque se respiraba un ambiente hostil.
Pero la noche del 31 de diciembre hubo demasiado movimiento. Las sirenas de las patrullas ululaban enloquecidas mientras hombres y mujeres encapuchados bajaban al centro de la ciudad. La última luna de 1993 iluminó mi rostro, que se llenó de pasmo, cuando vi a los primeros zapatistas en formación militar. Robert se mordía el labio inferior y hacia tomas de los insurgentes que se acercaban a toda prisa con antorchas encendidas.
Después hubo euforia cuando los guerrilleros irrumpieron en la plaza y tomaron el Palacio Municipal. Armando sostenía sobre su hombro la cámara de vídeo mientras yo quería ocultar mi inexperiencia, perturbado por la marabunta poseída de adrenalina que estrellaba sus botas contra las puertas y ventanas. Imposible controlar el temblor de mis manos al colocar el telefoto en mi cámara.
Pero cuando superé el ataque de pánico, puse un nuevo rollo en la réflex y me acerqué a fotografiar las barricadas que cercaban el centro de la ciudad y las fogatas que las mujeres alimentaban con éxtasis y disciplina. En todo memento estuve junto a Armando que, guardando distancia entre los hechos y su seguridad, filmaba la marcha de los zapatistas que llegaban a trote y con el rifle al hombro.
Robert, el más osado, se aventuró a seguir con su videocámara a los guerrilleros dentro del Palacio. En una de las ventanas apareció en mí lente cuando enfoqué la fachada de la municipalidad, él se encontraba detrás de los guerrilleros que arrojaban escritorios y casilleros, cuyo contenido de hojas de papel se suspendían en el aire, para finalmente caer, serenas, sobre el suelo de la plaza, tapizando de blanco aquel zócalo convulso.
Al clarear el día y después discursos incendiarios, ocurrió el milagro: los zapatistas le declararon la guerra al Gobierno Federal y la expectación se volvió júbilo. Pero el rostro de los civiles, tatuado de miedo, reflejaba incertidumbre al escuchar las vivas de los insurgentes, que hacían vibrar mi corazón.
“No hay
Guerrilla dice
Godines Bravo”
(Se leía en la fachada del Palacio Municipal donde, sentados de cuclillas, una decena de zapatistas descansaba en duermevela esperando órdenes. Los retraté).
Había que recuperar fuerzas porque a la madrugada siguiente, el disparo de salida que significó la toma de la cabecera municipal, se convirtió en verdaderas ráfagas de fuego cuando los guerrilleros dejaron San Cristóbal, para tomar por asalto el cuartel militar de Rancho Nuevo.
Los de la prensa seguimos a la tropa que avanzaba a toda prisa por las veredas. Armando y Robert marchaban a su lado sin bajar nunca la cámara de sus hombros. Yo me adelanté al pelotón para retratar su acercamiento y, aunque las piernas me ardían y el peso de los telefotos me hacían perder el equilibrio, no podía permitirme hacer pausa y perder aquel encuadre en el que los ojos fieros asomaban de entre los pasamontañas y me fulminaban cuando el obturador hacía sonar mi réflex.
Pero no éramos los únicos que seguíamos al pelotón: cuatro helicópteros artillados de la Fuerza Aérea Mexicana se suspendían sobre nosotros levantando una polvareda que dificultaba ver con claridad. Los zapatistas se echaron al suelo usando los troncos caídos como trincharas, y agazapados entre la hierba, apuntaban a un blanco escurridizo y poco visible entre la tierra y la vegetación que revoloteaba.
“Ahí vienen”, murmuró alguien mientras los demás se secaban el sudor de las manos y sujetaban sus rifles. Los helicópteros seguían vigilando la zona. El sonido de las tanquetas se escuchaba en el monte. Definitivamente el Ejército Federal superaba en hombres y armamento a los zapatistas. Nosotros estábamos detrás de ellos con el pecho sobre el suelo. Volví a colocar mi lente de 35 milímetros, para fotografiar a los guerrilleros atrincherados en los rígidos troncos de los árboles y en los accidentes geológicos del suelo, que escondía con su verdor a los rebeldes.
Nunca supe quién disparo la primera bala, pero esa detonación siguió un rio estruendoso de descargas de metralla. A ratos, la unidad zapatista se abstraía: cada pasamontañas era independiente, recargaba su rifle y continuaba disparando. Cuando las balas se incrustaron sobre el suelo en el que nos protegíamos, a rastras nos alejamos a una gran piedra, donde otro grupo de insurgentes encontró refugio. Al llegar, vi que de los cientos de guerrilleros que filmábamos, la mitad seguía cruzando balas; los demás yacían tumbados boca abajo, con los brazos extendidos y boquetes en el cuerpo, de donde lentamente brotaba sangre negruzca.
Juro que nunca he sentido tanto miedo como aquel día. Me senté de espaldas contra la roca. Voltee y Robert, que estaba a lado mío, se echó al suelo de nuevo. A rastras llegó donde estaban los cadáveres y los filmó. Las balas impactaban a su lado mientras se incrustaba en la tierra esponjosa. Avanzó al tronco más frondoso que estaba cerca de nosotros y enfocó la cámara a al cielo: sobre las ramas sobrevolaba un helicóptero que tenía toda la intención de limpiar la zona al disparar contra lo que estuviera a su paso.
Armando nos organizó para escapar de la línea de fuego. Se quitó la camisa, la ató a una rama que levantó del suelo e improvisó una bandera blanca. Mientras caminábamos por el angosto camino, sobre nuestras cabezas sobrevolaba aquel helicóptero, del que nos libramos cuando tomamos una vereda que nos condujo a una cueva oculta entre la maleza, cuyo interior refugiaban un grupo de insurgentes, mujeres y niños, como si fuera una matriz volcánica prodigiosa.
Un capitán zapatista que sólo se identificó como “González”, nos permitió refugiarnos con ellos. Ahí permanecimos hasta que las detonaciones cesaron, cerca de tres horas después. Pero era necesario regresar a la central de prensa. Así que desanduvimos el camino y, cuando pasábamos por Rancho Nuevo, el lugar era otro. Camiones camuflados ocupaban la zona y soldados Federales acomodaban los cuerpos descalzos –costales de sangre espesa– sobre la hojarasca. Un general del Ejército Federal nos gritó que no teníamos nada que hacer ahí. “¡Órale, muévanse de aquí!” Gritó el Superior. Y ordenó a un par de soldados que nos revisaran.
Antes de que se acercaran a nosotros, Robert, con su español entrecortado, alegó: “¡Son ustedes los que no tenía nada que hacer aquí! Nosotros estábamos grabando parte de la montaña cuando llegaron ustedes y comenzaron a disparar”. Armando apoyó a Robert: “¡Así es, dijo, todos aquí somos reporteros y estábamos trabajando! Tenemos tanto derecho de estar aquí como ellos”. Y señaló al numeroso grupo de cadáveres. El superior mentó madres y ordenó que nos dejaran pasar mientras veía con odio a Robert, que se acomodaba el paliacate sobre su cabeza y con la cámara enfocaba su rostro. Todo estaba grabado.
Nos comunicamos con la central de prensa y según sus reportes los enfrentamientos que hubo en Ocosingo fueron más violentos. El número de muertos superaba al que habíamos presenciado. Así transcurrieron diez días, aproximadamente. Disparos, muertos, desplazados, hostilidades hacia nosotros por parte del Ejército Federal; por ser de la prensa, y por parte de los zapatistas, por creer que éramos enemigos de su causa. No sé. Retenes a cada lugar dónde íbamos; olía a carne chamuscada y a muerte…
Pólvora
Desolación…
Hambre.
Pero en uno de esos retenes nos encontramos de nuevo con el capitán González, que nos dejó pasar con amabilidad y nos pidió que fuéramos con ellos a la montaña. El número de militares era bastante y ellos tenían que refugiarse. Quería que estuviéramos con ellos porque notó, al estar cubriendo desde la línea de batalla, nuestro compromiso con-la-cau-sa-za-pa-tis-ta. No sé.
Igual aceptamos de inmediato y, al anochecer, nos dirigimos montaña arriba. Mientras caminábamos sobre veredas resbalosas, nos iluminaba el cielo más hermoso que hubiera visto, poblado de tantas estrellas tintineantes y una luna que brillaba con tanta fuerza, como plata recién lustrada. Pero sabíamos que estaban detrás de la tropa, nos lo hacían saber la angustia de sus ojos y en lo agradecidos que estaban cuando veían un nuevo amanecer.
Llegamos a este lugar en la madrugada e instalamos el campamento. Por el radio les comunicaron que los federales estaban cerca, que tuvieran cuidado. Para apaciguar los nervios encendí un cigarro, cuando, de pronto, volví a escuchar una intensa descarga de metralla; pero no sé si eran genuinos o estaba completamente paranoico.
Ésta mañana el vaho de la selva deja ver el cielo de un azul profundo y las nueves se dibujan claras. El viento juega con mi cabello y eso me hace sentir bien. Mientras entrevisto a la tropa, Armando filma al capitán Gonzales y Robert hace tomas editoriales del campamento: la botas de hule de los guerrilleros, los pocillos de peltre, los rifles viejos…
Aquí, en la montaña, los pájaros suelen trinar muy a gusto y las cigarras emiten su canto; nunca había escuchado tantos sonidos diferentes reunidos en un solo lugar. Aquí, cerca del cielo, también están las llamas del infierno. Los disparos irrumpen la paz de la montaña y hace que las aves eleven el vuelo mientras la tropa corta cartucho y apunta hacia la maleza. Si hoy hiciera mi última fotografía, sería de la belleza que estoy viendo ahora: las altas copas de los árboles que se elevan al azul del cielo.
Me gustó mucho este cuento, tanto que hasta me quedé con ganas de saber más sobre el sentir del personaje que narra, de Armando y de Robert, al tener la oportunidad de convivir más de cerca con la Tropa Zapatista; me imaginé todo, el enfrentamiento, la montaña, el cielo estrellado, el café, los Delicados…